Catedral Metropolitana, 24 Abril 1998.
El Proyecto REMHI ha sido un esfuerzo que se sitúa dentro de la Pastoral de los Derechos Humanos, que a su vez es parte de la Pastoral Social de la Iglesia: es una misión de servicio al hombre y a la sociedad.
Ante los temas económicos y políticos, mucha gente reacciona diciendo: “para qué se mete en esto la Iglesia”. Quisieran que nos dedicáramos únicamente a los ministerios. Pero la Iglesia tiene una misión que cumplir en el ordenamiento de la sociedad, que incluye los valores éticos, morales y evangélicos. ¿Qué nos dicen los mandamientos? «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y precisamente hacia ese prójimo tiene que dirigir su misión la Iglesia.
El Papa Juan Pablo II nos dice, hablando a los laicos: “Redescubrir la dignidad de la persona humana constituye una tarea esencial de la Iglesia”. Esta también fue la labor evangelizadora de Jesús. El Señor puso la dignidad de las personas como centro del Evangelio.
El Proyecto REMHI en el confluir del trabajo pastoral de la Iglesia es una denuncia, legítima, dolorosa que debemos de escuchar con profundo respeto y espíritu solidario. Pero también es un anuncio, una alternativa para encontrar nuevos caminos de convivencia humana. Cuando emprendimos esta tarea nos interesaba conocer, para compartir, la verdad, reconstruir la historia de dolor y muerte, ver los móviles, entender el por qué y el cómo. Mostrar el drama humano, compartir la pena, la angustia de los miles de muertos, desaparecidos y torturados; ver la raíz de la injusticia y la ausencia de valores.
Este es un modo pastoral de hacer las cosas. Es trabajar a la luz de la fe, encontrar el rostro de Dios, la presencia del Señor. En todos estos acontecimientos, es Dios quien nos está hablando. Estamos llamados a reconciliar. La misión de Jesús es reconciliadora. Su presencia nos llama a ser reconciliadores en esta sociedad quebrada, tratando de ubicar víctimas y victimarios dentro de la justicia. Hay gente que murió por un ideal. Y los verdugos fueron muchas veces instrumentos. La conversión es necesaria, y nos toca abrir los espacios para estimularla. No se trata de aceptar los hechos simplemente. Es menester reflexionar y recuperar los valores.
Queremos contribuir a la construcción de un país distinto. Por eso recuperamos la memoria del pueblo. Este camino estuvo y sigue estando lleno de riesgos, pero la construcción del Reino de Dios tiene riesgos y sólo son sus constructores aquellos que tienen fuerza para enfrentarlos.
El 23 de junio de 1994, las partes que negociaron los acuerdos de paz manifestaron su convicción del «derecho que asiste a todo el pueblo de Guatemala de conocer plenamente la verdad» sobre los acontecimientos ocurridos durante el conflicto armado, «cuyo esclarecimiento contribuirá a que no se repitan las páginas tristes y dolorosas y que se fortalezca el proceso de democratización en el país», y subrayaron que esta es una condición indispensable para lograr la paz. Este es parte del preámbulo del Acuerdo que creó la Comisión del Esclarecimiento Histórico, que ahora también está concluyendo su importante labor.
La Iglesia se hizo eco de este anhelo y se comprometió a la búsqueda de «conocer la verdad», convencida de que, como dijo el Papa Juan Pablo II, la «Verdad es la fuerza de la paz» (Jornada Mundial por la Paz, 1980). Como parte de nuestra Iglesia, asumimos responsablemente y en conjunto esta tarea de romper el silencio que durante años han mantenido miles de víctimas de la guerra y abrió la posibilidad de que hablaran y dijeran su palabra, contaran su historia de dolor y sufrimiento a fin de sentirse liberadas del peso que durante años las ha abrumado.
Este ha sido esencialmente el propósito que ha animado el trabajo que durante estos tres años ha realizado el Proyecto REMHI: conocer la verdad que a todos nos hará libres (Juan, 8, 32).
Nosotros, como personas de fe, descubrimos en el acuerdo del esclarecimiento histórico un llamado de Dios a nuestra misión como Iglesia: la verdad como vocación de toda la humanidad. Desde la Palabra de Dios no podemos ocultar o encubrir la realidad, no podemos tergiversar la historia ni debemos silenciar la verdad.
San Pablo, hace veinte siglos, hacía una afirmación que nuestra historia reciente la ha confirmado fehacientemente: «Se está revelando desde el cielo la reprobación de Dios contra toda impiedad e injusticia humana, la de aquellos que reprimen con injusticias la verdad» (Rom, 1,18). La verdad en nuestro país ha sido torcida y acallada.
Dios se opone inflexiblemente al mal en cualquier forma que se presente. La raíz de la ruina, de las desgracias de la humanidad, nace de una oposición deliberada a la verdad, que es la realidad radical de Dios y del hombre. Y esta realidad es la que ha sido intencionalmente deformada en nuestro país a lo largo de 36 años de guerra contra la gente.
De ahí que el «esclarecimiento histórico, decíamos los Obispos en la carta pastoral ¡Urge la Verdadera Paz!, «no sólo es necesario, sino indispensable para que el pasado no se repita con sus graves consecuencias. Mientras no se sepa la verdad, las heridas del pasado seguirán abiertas y sin cicatrizar».
No tenemos la menor duda, como Iglesia, que el trabajo que hemos realizado en estos años ha sido una historia de gracia y de salvación, un verdadero paso hacia la paz como fruto de la justicia, que ha ido suavemente regando semillas de vida y dignidad por todo el país, siendo gestor y partícipe el mismo pueblo sufrido. Ha sido un bello servicio de veneración a los mártires y de dignificación de las víctimas que fueron blanco de los planes de destrucción y muerte.
Abrirnos a la verdad, encarar nuestra realidad personal y colectiva no es una opción que se puede aceptar o dejar, es una exigencia inapelable para todo ser humano, para toda sociedad que pretenda humanizarse y ser libre. Nos sitúa ante nuestra condición más radical como personas: somos hijos e hijas de Dios, llamados a participar de la libertad del Padre.
Años de terror y muerte han desplazado y reducido al miedo y al silencio a la mayoría de guatemaltecos. La verdad es la palabra primera, la acción seria y madura que nos posibilita romper ese ciclo de violencia y muerte, y abrirnos a un futuro de esperanza y luz para todos.
El trabajo de REMHI ha sido una empresa asombrosa de conocimiento, profundización y apropiación de nuestra historia personal y colectiva. Ha sido una puerta abierta para que las personas respiren y hablen en libertad, para la creación de comunidades con esperanza. Es posible la paz, una paz que nace de la verdad de cada uno y de todos: Verdad dolorosa, memoria de las llagas profundas y sangrientas del país; verdad personificante y liberadora que posibilita que todo hombre y mujer se encuentre consigo mismo y asuma su historia; verdad que a todos nos desafía para que reconozcamos la responsabilidad individual y colectiva y nos comprometamos a que esos abominables hechos no vuelvan a repetirse.
El compromiso de este Proyecto con la gente que dio su testimonio ha sido recoger su experiencia en este Informe y apoyar globalmente las demandas de las víctimas. Pero entre las expectativas y nuestro compromiso también se encuentra la devolución de la memoria. El trabajo de búsqueda de la verdad no termina aquí, tiene que regresar a donde nació y apoyar mediante la producción de materiales, ceremonias, monumentos etc. el papel de la memoria como un instrumento de reconstrucción social.
El Papa Juan Pablo II nos dice: “Es preciso mantener vivo el recuerdo de lo sucedido: es un deber concreto”. Lo que la Segunda Guerra Mundial significó para los europeos y para el mundo se ha podido comprender en estos 50 años transcurridos gracias a la adquisición de nuevos datos que han mantenido un mejor conocimiento de los sufrimientos que causó (50 Aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial).
Esto es lo que ha hecho el Proyecto REMHI en Guatemala. Conocer la verdad duele pero es, sin duda, una acción altamente saludable y liberadora. Los miles de testimonios de las víctimas, los relatos de los crímenes horrorosos son la actualización de la figura del «Siervo sufriente de Yahvé», encarnado en el pueblo de Guatemala: «Mirad a mi siervo -dice Isaías- muchos se espantaron de él, desfigurado no parecía hombre, no tenía aspecto humano… El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso y herido de Dios…» (Is. 52,13 – 53,4).
La actualización y memoria de estos hechos dolorosos nos confrontan con una palabra original de nuestra fe: «Caín, ¿dónde está tu hermano Abel? No sé, contestó. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Replicó Yahvé: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar desde el suelo hasta mí» (Gen, 4, 9-10).